Crónica de un baile

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 Foto de Axel Castro para
Ballet Folclórico del Ministerio de Turismo de RD
Suena la música. Una mano desconocida se extiende. Sin mediar palabra, otra se posa sobre ella. Su dueña se para, firme y sonriente, siguiendo a aquel cuya invitación acaba de aceptar.

Cinco o diez pasos después, ella reposa su mano sobre el hombro del extraño. Él le sostiene la espalda, en un gesto combinado entre dulzura y firmeza.
No veo quién guía, no sé cuál sigue, pero ambos cuerpos se entremezclan en una oleada de ritmo. La marea parece no bajar.
Laten al mismo son, mientras cada uno se deja llevar por el vaivén de un cuerpo extraño.
Ella gira en sus brazos como trompo en parvulario. Entre su estela de son, sonríen de gozo y dicha. Se empujan dulcemente sin soltarse de las manos y sus cuerpos se reencuentran: dos resortes imantados. Se buscan, se persiguen, se encuentran, se coligen. Mientras dure la canción, nada romperá su encanto.
Pasan tres, cuatro minutos y un silencio les sorprende. Por primera vez, explotada su burbuja, son conscientes de ellos mismos. Se descubren las miradas y las manos se descosen.

Se sonríen con vergüenza y resacados del encanto de vibrar en ritmo ajeno. Cual ritual de despedida, ambos inclinan las cabezas. Y aún sin mediar palabra, cada uno se voltea.
Por caminos separados, los dos buscan sus asientos. Y aunque no se hablen jamás, ambos saben que ya nunca volverán a ser extraños.
Sus cuerpos han roto el hielo. 

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