Mirada [de] voladora

Conté algo muy parecido a esto en un relato anterior, aquí, en este blog, pero no puedo dejar de compartir esto que me pasó el 11 de agosto, porque me pareció súper digno de presenciar. Aunque lo publiqué en mi cuenta de facebook ese día, quise compartirlo un chin más allá y aquí está. Espero que aunque ustedes, amigos, no hayan estado, a través de mis palabras logren conectar y recuerden que a pesar de todo, la vida es una belleza.

Abrazos,
A :)



Venía en una guagua pública, sentada detrás del chofer y súper molesta. Calculaba mentalmente cómo me quejaría en el Twitter de BanReservas, luego de que una cajera casi me llamara bruta y sentía la molestia correr por mi cuerpo. Contando y recortando mis 140 caracteres, recordé de que tenía que trabajar un sábado y mi enojo se transformó, entonces, en frustración. Lo único que quería era llegar a mi casa.


"Llévalo", dijo el cobrador mientras daba un golpe seco; en respuesta, subió un muchacho al vehículo. Como la voladora estaba casi vacía, me sorprendí cuando eligió el asiento del lado del chofer. "Ese es valiente o loco", —pensé para mis adentros– "porque desde ese sitio que escogió, los carros se tienen a una cuchara de distancia". Pasaron dos segundos y volví a concentrarme en el banco, el mal servicio y el cajero de Baní, que la semana antepasada me dijo que yo era demasiado bonita para pelear tanto. "Deberían botarlos a todos", concluí malhumorada.
Y no me di cuenta de cuándo nos paramos en la Churchill; pero sentada al lado de la puerta, "San Cristóbal, Doce, Haina", volví a notar la sombra de alguien más que entraba. "Otra loca,—me dije cuando ella buscó sitio– ¡esta también se va a sentar ahí 'alante'". El primer "loco", (que "aunque en mal asiento, al menos t[enía] espacio para las piernas") iba bastante distraído cuando ella subió, así que sólo al tenerla al lado, notó su presencia y volteó la cabeza con presteza. "Una argollita dorada. ¡Qué casualidad que tengan los mismos aretes los dos!", pensé mientras ella tomaba asiento.
No sé si él le vio la argolla, pero en un segundo, en dos, le miró la cara, las manos y la cartera a su compañera de viaje. Y de repente, yo, olvidando mi molestia, me enfrasqué también en mirarlo y me olvidé de que iba de camino a algún lado; porque su apariencia, la de él, se había transformado ante mis ojos en cuestión de segundos. Como quien caminando por la calle, de repente encuentra una explosión de fuegos artificiales, él la veía a ella y se le iluminaba el rostro. "Dos segundos, a la cara", pareció querer decir, y la miró casi escondido, como un niño que el cinco de enero encuentra bajo su cama los juguetes de los Reyes.
Desde mi asiento vi cómo a ella, sin molestarle, sí le pesó sobre la cara la mirada exploradora de él. Para parecer ocupada, intentó peinarse con las manos el cabello, pero sólo ahí recordó que lo llevaba recogido en las anchoítas que se había hecho al salir del trabajo. Avergonzada por su error de cálculo, hizo una mueca casi imperceptible entre la boca y los ojos, mientras para mantener la calma, apretaba nerviosamente su saco beige con la mano que él no podía ver, la izquierda.
Al sentir el movimiento, él volvió a mirar su cara. Aunque intentaba ser casual, la discreción le era imposible, porque las largas pestañas que había escondido bajo la gorra, parecían iluminarse al chocar con su visión. Ella, en un nuevo intento por parecer desinteresada, sacó su celular de la cartera. Al parecer, igual que a Álex Ferreira, le "daba igual cualquier canción", así que conectó unos audífonos fucsia a su Samsung Galaxy y tarareó una melodía que había elegido sin mirar el teléfono.
Él volteaba a ratos hacia la ventana, pero pasados diez, doce segundos, no podía dejar de devolver su vista a quien tenía al lado. Sus ojos parecían implorar un encuentro con los de ella, quien sintiéndose observada, sabiéndose admirada, hizo todo el esfuerzo por mostrarse ocupada. Miró la hora en su muñeca unas cuatro veces, bloqueó y desbloqueó el celular, swiping sin sentido de derecha a izquierda y al revés por toda la pantalla. Mientras toda la energía de él parecía rogar furtivamente un "Por favor, mírame", ella aparentaba gritarse "¡Contrólate!, ¡no lo vayas a mirar!".
Y cuando nos acercábamos a mi esquina, la vi a ella como un espejo. En la calculada tensión de sus movimientos, recordé todas las veces que he parecido ocupada, intentando evitar que se me salga el alma por los ojos. Y buscando el dinero del pasaje, encontré en mi cartera unos polvorones que en la tarde me habían dado en la oficina. Así que sonreí creyéndome Cupido y cuando me paré a pagar, me acerqué a ellos y puse el paquetito entre los dos. "Miren, para que compartan", les dije a ambos. Me miraron extrañados y yo recogí del cobrador la devuelta de mis cien pesos.


Pero al desmontarme en medio del tapón, volví a mirar al interior de la guagua. Mientras él desbarataba el lazo de la fundita, agradecido de la excusa para poder hablarle, ella hacía un esfuerzo para no mirarlo, temiendo que sus ojos confirmaran el mensaje que ya los tres les habíamos oído confesar. Y es que en medio del silencio, su mirada furtiva le gritaba a él a voces: "Hola, extraño. A mí también me está pasando lo que a ti.".

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